domingo, 7 de abril de 2013

Mi nombre es John Lennon

Afiche: Mi nombre es John Lennon
El personaje protagónico se llama John a secas —no recuerdo que a lo largo de la película alguien pronuncie su apellido—, antes de brincar a la notoriedad como John Lennon. Por eso podría llamarse cualquier otra cosa dado que los dramas personales narrados con toda seguridad resultaban —y resultan— comunes a cantidad de adolescentes de su tiempo y condición. Pero es justamente el hecho de inscribirse en un capítulo de la biografía del entonces futuro integrante de Los Beatles el que carga esos dramas de un espesor particular. Porque —ni modo— no es indiferente que el chico abandonado por sus padres y criado manu militari por su tía se llame Raulito o que se llame John y mucho menos John Lennon.

Puestas así las cosas, en su ópera prima y de momento el único largo de su filmografía, la directora Sam Taylor-Johnson “a” Wood se metió, con plena conciencia de los riesgos supongo, en terreno resbaladizo, pero consiguió mantener la verticalidad merced a una controlada dosificación de recursos, inusual en una obra primeriza.  Entretanto, es bueno anotar también —porque la película es de hace cuatro años— que  esta creadora visual galardonada con el máximo reconocimiento de la Reina (Isabel claro) a los méritos artísticos ha proseguido su carrera de fotógrafa, con esporádicas incursiones en el cortometraje, poniendo siempre el acento en el virtuosismo plástico. Ese virtuosismo que en Mi nombre es John Lennon se advierte  con nitidez en varios tramos, sin llegar, empero, al engolosinamiento. Otro mérito a subrayar.

Este capítulo de la historia del adolescente John Lennon —un chico de 15 años del que todos piensan que no va a ninguna parte— está basado en el libro autobiográfico de Julia Baird, la media hermana de John. Esta fuente, afirman algunos que tuvieron la oportunidad de leerlo, ha sido exageradamente cargada de tintas en la adaptación para la pantalla, no obstante que Baird es coautora de esa adaptación.

Sea como fuera, allí está el chico, convencido en su fuero íntimo de ser un genio (nosotros tenemos la ventaja de saber que tiene razón), tratando de lidiar con una complicada historia familiar. Esa historia resulta propicia para una y mil especulaciones psicoanalíticas, de las cuales la película, por fortuna, nos dispensa en buena medida. Con todo, quedan al alcance del espectador todos los datos para su propia especulación acerca de la influencia de aquellos atormentados años adolescentes sobre su futuro periplo hacia la fama. Y, de paso, sobre el origen de varias composiciones, como Julia para no ir más lejos, un tributo a su madre plagado de dobles sentidos. Esos datos pueden ser también las pistas para explicar esa mezcla de melancolía, optimismo, rebeldía y ganas de vivir propia del estilo de Lennon y Los Beatles en varias de sus composiciones más perdurables,  que algunos entendidos no dudaron en anotar a cuenta de una suerte de “romanticismo británico”. En todos los casos, sin embargo, ese romanticismo desafía a traspasar la superficie para toparse con ecos de algo no dicho, pero claramente sugerido: el amor no es todo lo que necesitas.

Por razones que se irán develando a medida que se desenvuelve morosamente el melodrama, John vive al cuidado de su tía Mimi y de su tío George. Sólo más tarde reencontrará a Julia, su madre, de la cual fue separado en medio de un borrascoso episodio sentimental que el muchacho recuerda de manera vaga cuando de tanto en tanto vuelven las borrosas imágenes de una pesadilla vivida al menos diez años antes.

George es un tipo amable y  bonachón, aficionado a la botella. Mimi, en cambio, es fría, severa y distante. Un tanto petulante también con sus ínfulas de culta aficionada a la música clásica y a la literatura de prestigio. En las antípodas, la ciclotímica Julia pasa sin solución de continuidad del entusiasmo desbordante a la depresión. Pero a John le parece que Julia es también la dueña de la llave que le permitirá escapar de la rutina hacia los sueños que afloran no bien le enseña a pulsar el banjo y lo familiariza con la figura de Elvis Presley. Dos decisiones cruciales que acaban percutiendo su vocación hasta entonces apenas presentida.

Decisivo también es el momento del encuentro de John —ya al frente de una primera banda dedicada a alegrar las veladas de los parroquianos de los innumerables bares de Liverpool— con Paul McCartney, otro adolescente seguro de estar predestinado a empresas mayores. Menos relieve tiene el primer acercamiento de George Harrison, mentado casi de refilón.

La trama baja el telón cinco años después, en 1960, cuando John y los suyos deciden emprender el viaje a Hamburgo, momento de inflexión en sus destinos que los catapultó a la categoría de figuras emblemáticas de una generación y de un tiempo de cambios al cual aportaron con su inocultable talento. Ese talento les permitió a John y Paul pasar a ser dos de los músicos mayores del siglo XX y a Los Beatles una leyenda perdurable.

Voluntariamente trabajada en el formato y el tono de una película menor, lejos de las megaproducciones desbordantes de recursos, pero a menudo escasas de ideas, la realización de Sam Taylor-Johnson “a” Woods se esmera en la composición de los personajes, en la recreación de ambientes y atmósferas de época y en el laborioso encuentro de John consigo mismo. En la composición de los personajes son notables, sin desmerecer en absoluto a los demás, los desempeños de Kristin Scott Thomas (Mimi) y Anne-Marie Duff (Julia), los dos polos de una tensión que el relato a veces acentúa en demasía: las dos mujeres quieren y protegen cada una a su manera al desconcertado John, aun si el protagonista no lo hubiese percibido de esa manera.

El clasicismo de la prolija puesta en escena sortea los alambicamientos formales sin renunciar a secuencias de muy buen hacer cinematográfico: el accidente mortal de Julia, para citar apenas uno en una película recomendable no sólo para adeptos del cuarteto más famoso de la historia.
Pedro Susz K

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