El ideologizado discurso musical divide a la crítica entre el lennonismo más disforzado y el macartismo más conservador. Falsas disyuntivas puestas a un lado, valga reconocer la relevancia de la tercera vía británica. Léase George Harrison y Ringo Starr. El primero ha sido suficientemente reivindicado gracias a las joyas de la corona (“Something”, “Here Comes the Sun” y “While My Guitar Gently Weeps”). La gloria definitiva le llegó post mortem con el cambio de milenio. En la otra orilla, Ringo Starr ha logrado sortear el llamado complejo del baterista.Lo padecieron notoriamente Don Henley y Lars Ulrich, fundadores de The Eagles y Metallica, respectivamente. Un caso crónico fue el del ex batería de Genesis, el siempre egocéntrico Phil Collins. La trivia melómana invita a contar la cantidad de álbumes solistas con su rostro en portada.
Habría que romper una lanza –o una baqueta– por Ringo Starr, porque no es su caso. La leyenda dice que tuvo que reemplazar a un divo que opaca al resto de la banda. Aquel músico era Pete Best, quien se preciaba de atraer más miradas que sus compañeros. Con el tiempo, la práctica hizo que todo cayese por su propio peso. Durante la mítica gira alemana en Hamburgo, el talento se impuso a la apariencia.
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