Hace unos días, hablaba con un amigo nacido en Liverpool - aunque se sienta más español que el jamón ibérico de bellota – de él, de John. Para mi amigo, como para muchos otros, Lennon fue mucho más que un músico, fue un líder ideológico, una referencia moral. Su activismo le proporcionó miles de seguidores y muchos detractores – suele ocurrir- lo mostraba con gestos contundentes pero, sobre todo, con sus canciones. “Un agitador del rock and roll” consideraba el gobierno de Nixon al creador de “All you need is love” o “Give peace a chance”, curioso…
De todas sus letras, una, bella pero sencilla, encerraba un todo: “Imagina a toda la gente viviendo la vida en paz”. Y, claro, aquella canción se convirtió en un himno. John empujó a imaginar a muchas personas de distintos países, protagonistas de historias diferentes, seres humanos con diversas realidades pero con un mismo objetivo: vivir la vida en paz.
En la charla con mi amigo inglés, hubo un momento en que me salió del alma una frase que podría sonar a políticamente incorrecta o, directamente, a barbaridad. Le dije: “¿Sabes? creo que me alegro de que John muriera tan joven…” al ver la cara de alucinado que tenía mi amigo, tuve que explicarme: “Me refiero a que, quizás, si John hubiera seguido viviendo, nos habría defraudado”. Entonces entendió lo que yo trataba de decir.
Estamos en tiempos de no creer en casi nada. Es triste y yo diría que hasta peligroso, pero es un hecho que resulta inútil obviar. Sin darnos cuenta, nos hemos ido barnizado de escepticismo. Quizás lo hemos hecho como mecanismo de defensa ante todo lo que está fallando o, tal vez, porque, sencillamente, hemos despertado. Y despertar es doloroso, al menos para los que consideramos que dormir es uno de los grandes placeres de la vida, aunque otros defiendan que no es más que una pérdida, necesaria, de tiempo…
Y con este panorama, con tantas decepciones como vamos acumulando, a una le da por pensar que, tal vez, de haber sobrevivido Lennon aquella mañana de diciembre, hoy sería un señor de setenta y tres años que no se parecería en nada a aquel hombre que encendió la ilusión de tantos otros. Imagine que John Lennon ahora fuera un especulador – le dije a mi amigo- imagine que fuera una persona incapaz de conmoverse por el sufrimiento ajeno, imagine que a John, tu John, la justicia social o la paz en el mundo se la trajera floja, imagine all the people decepcionada con lo que había quedado de él…
Mi amigo, que sabe mucho de Lennon y de muchas otras cosas de la vida, quizás viendo que yo estaba demasiado melodramática a la par que negativa, me dijo: ¿Sabes, Raquel? yo creo que si John viviera sería un gruñón, eso puede que lo fuera, pero un gruñón encabronado con todo lo que está sucediendo, o sea, seguiría siendo él. Sure.
En aquel momento me dejé tranquilizar por él – soy chica fácil cuando alguien me da la mano, con arte, eso sí, para sacarme del hoyo – y cambiamos de tema, y a los cinco minutos estábamos riéndonos porque se me ocurrió cantarle la de Def con Dos: “La culpa de todo la tiene Yoko Ono y el espíritu de Lennon que le sale por los poros…” No daba crédito.
Pero una, que es muy de rumiar las conversaciones recientemente acabadas cuando se queda sola, reflexionó sobre aquello. Y pensé que, en el fondo, hay que creer, que hace falta, que es imprescindible. Pero no como una mentira piadosa, no como un mantra que te repites hasta que te cala por insistencia, no. Como un hecho constatable, porque lo es. Hay gente que vale la pena, mucho, muchísimo. Conozco, todos conocemos a personas que han llegado al final de la vida siendo razonablemente íntegras y coherentes, perfectas no, ni falta que hace. Y me vine arriba y me hizo gracia imaginar a un abuelo desgarbado con gafas redondas jurando en arameo contra los malos de la película.
En la segunda vuelta del análisis, moderé un poco mi euforia positivista y pensé que, incluso poniéndonos en el mejor y a la vez el peor de los casos, es decir, que John viviera, sí, pero que se hubiera convertido en lo que viene siendo un capullo, podríamos dejar de creer en él pero no en nosotros. Que el movimiento no lo producía en realidad aquel que compuso la letra sino la cantidad de personas de todo el mundo que creyeron y siguen creyendo en la esencia de lo que decía. Son, somos muchos y el peso que pueden mover muchos siempre es superior al que puede mover un hombre solo, aunque sea excepcional. Y lo creo firmemente aunque, en algún momento tontorrón, flaquee. You may say that I’m a dreamer, but I m not the only one…
Texto extraído del Blog de la periodista colaboradora del Homiguero, Raquel Martos
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