El siglo XX nació cansado y, en el caso de España, triste y amodorrado. Avanzó en manos de las guerras, una de las cuales nos afectó en el corazón y en la sien, y dañó la facultad de pensar y de ser. En el mundo, mientras tanto, la costumbre se convirtió en un antídoto ante la sorpresa terrible de las invasiones y de los asesinatos.
Cuando ya se hizo irrespirable ese hábito de vivir tristes, cerrando y abriendo conflictos a la vez, ocurrieron algunas cosas que desembocaron, por ejemplo, en las pintadas que inauguraron la playa hallada bajo los adoquines del 68.
Mientras tanto habían elegido a un papa simpático y popular, Juan XXIII; se había inaugurado, para romperse en seguida, la esperanza de Cuba, y todos teníamos en las habitaciones el poster del Che junto a un retrato mojado de Brigitte Bardot. Mataron a Kennedy, es verdad, y nos dieron algunos días libres en este país que no renunció a la caspa a pesar de que el verano tibio nos trajo a los turistas.
En esta atmósfera vinieron los Beatles (literalmente, vinieron a España, y descansaron en mi pueblo, Tenerife, por ejemplo; Lennon vino a rodar a Almería, además).
Ahora algunos consideran (siempre hay precipitados del juicio lento) que aquella fue una música domesticada. Al contrario, vista en el momento exacto en que empezó a existir fue una combinación sabia, casi arriesgada, de melancolía y transgresión; glorificó la libertad de recordar (Yesterday es una buena memoria) y de romper (Strawberry fields foreverinauguró la psicodelia de Hoffman llevada a la música, antes de Pink Floyd), hicieron cine y baile, e inundaron el mundo de un símbolo que ahora es tonto y que entonces era como abrirle una cicatriz a una sotana: el pelo largo.
Estaba tan cansado el siglo que hasta lo más simple parecía una ventana abierta. Hasta el origen de los Beatles era simbólico: de una cueva salió la luz, como en los recuentos metafóricos de Platón, y además salió esa luz en Liverpool, que no era nada más que un agujero oscuro en aquella Inglaterra a la que la guerra la dejó preguntándose por el porvenir de su empobrecimiento. Fueron recibidos, es verdad, por Su Majestad La Reina, pero ellos se burlaron de lo más alto y de lo más solemne, como harían después los Monty Python por otros medios, igualmente sarcásticos.
En ese sentido jamás me olvido de una escena larga de Qué noche la de aquel día, que parecía concebida para los hermanos Marx y que protagonizaron ellos. La broma terminaba lanzando por el váter de un tren al caballero gris que simbolizaba ahí lo rancio de Inglaterra.
Hicieron que Londres fuera swinging (y con qué genio hizo Guillermo Cabrera Infante el retrato del ascenso y el descenso de esas calles, Carnaby St sobre todo) y que todos nos pusiéramos a cantar como si el siglo se hubiera despertado para siempre. Luego no fue cierto, el siglo siguió muriendo, como el cadáver en el poema de César Vallejo, pero qué feliz pareció el tiempo en que la música de los Betales nos convención de que hasta la melancolía era un ritmo moderno.
Juan Cruz
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