martes, 6 de agosto de 2013

Cuando un ídolo se va

George Harrison
“Seems my love is up and has left You with no warning…it’s not always going to be”, George Harrison
George Harrison murió el 29 de noviembre de 2001. Esa mañana cuando me enteré de la noticia lloré, lloré mucho. Era como si alguien cercano a mi se hubiera ido, alguien con quien había compartido muchos momentos importantes, un ser humano que me inspiró y que me motivó a ver el mundo desde otra perspectiva. Evidentemente nunca conocí a Harrison personalmente, sin embargo, su partida me dolió incluso más que la de gente con la que sí he tenido contacto. Supongo que a muchos esto les parecerá un despropósito, pero a veces uno no puede mandar sobre las emociones. El “Beatle Callado” tenía la gran capacidad de escribir canciones con las que podía identificarme en más de un sentido, que parecían haber sido escritas para ser tocadas en momentos exactos de mi vida y que tocaban fibras muy importantes. Tal vez por eso sentía que le conocía y lo más importante que ese conocimiento era mutuo. En otras palabras Harrison tenía la capacidad de crear en mi esa catarsis que el arte provoca y que convierte al ídolo en alguien tan próximo.
Por eso entiendo a quien sufre por la partida de un personaje admirado, pues la catarsis que éste provoca no es exclusiva del arte, sino en general de toda forma de espectáculo. En el caso del deporte me parece que tiene que ver con la que quizá sea la más pura de todas las emociones: la alegría. Porque aunque sea de manera momentánea, un gol, un home run o un enceste provocan un genuino estado de júbilo atribuido de manera directa al anotador o bateador. Por lo tanto ¿cómo no identificarse con aquellos que semana a semana nos provocan un estado de gran felicidad?, ¿cómo no hacerlos parte de nosotros?, ¿cómo no sentirnos cercanos a ellos?, es tanta nuestra cercanía que somos capaces de perdonarles los goles fallados, los juegos perdidos. Lo hacemos porque sabemos que existe el próximo partido, la próxima temporada, la oportunidad para la redención y para lograr el ansiado triunfo. Porque a la par de la alegría, los ídolos nos generan esperanza y nos llenan de ilusión.
La partida de un ídolo genera un dolor muy particular, especialmente si la muerte le encuentra en el pináculo de su carrera. El accidente mortal de Roberto Clemente generó un duelo colectivo en Puerto Rico. Lo mismo sucedió el deceso de Ayrton Senna en Brasil y ahora con el de “Chucho” Benítez en Ecuador. El dolor que se produce a partir de lo inesperado de la noticia parece alcanzar niveles de paroxismo colectivo. En lo personal creo que se da porque consideramos que nuestros ídolos estarán siempre ahí para generarnos felicidad y esperanza, porque pensamos que son seres intocables aún para la muerte.
Pero esto no es así y al final la despedida de un héroe terrenal resulta tan contundente porque lo único que nos iguala a todos los seres humanos reside en el hecho de que en algún momento tendremos que enfrentarnos a la nada, a la oscuridad final, a la muerte. Entendemos que aquellos que nos emocionaron y a quienes pusimos en un Olimpo muy particular, son tan humanos y frágiles como cualquiera de nosotros, e irremediablemente el temor nos invade pues comprendemos que solo tenemos una oportunidad para celebrar goles, para cantar canciones, para ser felices.
“No todo será siempre tan gris”, escribía y cantaba Harrison en la extraordinaria All Things Must Pass, tiene razón. Esto es así porque la memoria tiene la capacidad de transformar al gris en el color azul de la nostalgia, esa incomparable y fiel compañera que nos hace acudir nuevamente a aquellos campeonatos, aquellos domingos de amigos y celebración, a aquellos tiempos en los que los ídolos estaban con nosotros para llenarnos de gozo. Cuando Harrison murió sí, lloré mucho. Pero escribo estas líneas mientras en mis audífonos suenaIsn’t it a Pity y no puedo evitar sonreír y ser feliz de nuevo. Lo mismo ha de sucederle a todos aquellos que ven de nuevo un tiro de tres de Drazen Petrovic o a quienes ven un filme de Heath Ledger. El recuerdo del ídolo se activa en ese baúl tan particular que se esconde en una parte de nuestro cerebro. Ese argón en el que la muerte no existe, ese en el que los ídolos nunca se van, ese en el que la palabra despedida viene invariablemente acompañada de un eterno regreso.

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